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Andrés Acevedo, el último seguidor del presidente Barco

  • Foto del escritor: Julián Echeverry-Guerra
    Julián Echeverry-Guerra
  • 22 jul
  • 5 Min. de lectura
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Por: Julián Echeverry-Guerra, Nicolás Montenegro, Nicolas Galindo y Carlos Prieto  


Convertimos la temida sala de preparatorios en un estudio de pódcast, con micrófonos, aros de luz, trípodes y cámaras. Cuando cruzó la puerta principal de las oficinas de la facultad, saludó amablemente a todos, con cierta timidez. Al pasar frente a la oficina del decano, se detuvo a contemplar con atención el cuadro de los constituyentes javerianos. Tomó un par de fotos y siguió por el interminable pasillo hasta llegar al improvisado estudio de Foro Javeriano. Los invitamos a escuchar la entrevista completa en Spotify. Aquí un pequeño fragmento de la conversación: 


¿Usted estudió derecho, pero no lo ejerció nunca? ¿Qué pasó? 

Estudié derecho después de pasar por negocios internacionales e ingeniería ambiental. Estaba muy perdido. A los 17 años uno no tiene criterio para decidir carrera. Me demoré en encontrar lo que me gustaba y, cuando lo encontré, luego me di cuenta de que tampoco quería ejercer. En el consultorio jurídico, por ejemplo, odié patinar procesos judiciales, ir a juzgados a constatar que todo seguía igual, sentir que no podía hacer nada por la gente. Luego trabajé medio tiempo en una empresa respondiendo derechos de petición por ollas Oster. Ahí dije: “Esto no es lo mío”. 


¿Y qué hizo cuando decidió dejar el derecho? 

Lo típico en mi generación: me fui a mochilear por Europa para encontrarme a mí mismo. Volví más perdido. Empecé a escribirle a gente que me parecía interesante, aunque no la conociera. Uno de ellos fue Pablo Londoño, un headhunter. Me dijo algo que me marcó: “Usted no sabe qué quiere hacer. Investigue bien y después hablamos”. Me lo tomé en serio y creí que quería trabajar en recursos humanos. Nunca se dio, pero otra puerta se abrió: Juan David Aristizábal, que hoy es decano del CESA, me invitó a un proyecto del CESA con el Espectador. Ahí comencé a escribir y a entrevistar. 


¿Así nació su primer pódcast, 13%? 

Sí. Con Nicolás Pinzón, amigo de la universidad, arrancamos 13% a partir de una cifra de Gallup: solo el 13% de la gente se siente satisfecha en su trabajo. Queríamos contar historias de quienes sí. Era un pódcast narrativo, guionizado, costoso de hacer. Luego creamos Atemporal, más libre, más largo, más conversado. Cuando Nicolás se fue, tomé la decisión difícil: dejar 13%, que era más exitoso, y quedarme con Atemporal, que tenía una audiencia más pequeña, pero muy fiel. 


¿Por qué quedarse con lo menos exitoso? 

13% era exitoso en audiencia, pero muy difícil de monetizar. Atemporal conectaba más profundo. La gente que lo escuchaba, lo amaba. Además, me permitía explorar lo que me interesaba en ese momento. El tema del trabajo en 13% ya lo habíamos agotado. En cambio, Atemporal podía crecer. 


¿Y en qué momento empieza a interesarse por la historia reciente del país? 

Todo cambió con una entrevista a Juan Ricardo Ortega. Empezamos hablando de cómo lideraba y terminó contándome la historia de Colombia de los últimos 30 años de una forma que nunca había oído. Desde ahí empecé a obsesionarme con Medellín en los 80, el Plan Colombia, el gobierno de Barco, el de Gaviria.  


Usted se autodenomina “el último barquista”. ¿Por qué? 

Porque Virgilio Barco me parece una figura injustamente olvidada. Siempre aparece como pie de página. Pero fue un tipo radical: liberal, firme en enfrentar al narcotráfico, y modernizador en su visión del Estado. Cuando leo revistas de los 90, veo que lo criticaban duramente por cosas que hoy valoramos, como haber roto el Frente Nacional. Me fascina pensar los contrafactuales: ¿qué habría pasado si no le hubiera declarado la guerra al narcotráfico? ¿Si se hubiera negociado con ellos en lugar de enfrentarlos? 


Usted ha dicho que nunca estudió formalmente el oficio de entrevistar. ¿Cómo lo aprendió? 

No hay un pénsum para eso. Lo aprendí haciéndolo. Llevo más de 300 entrevistas. Me escucho cada episodio para darme palo, para ver lo que salió mal, lo que no pregunté. Me esfuerzo por ser amable sin ser complaciente, crítico sin ser confrontacional. No soy Jorge Ramos. Pero tampoco quiero que las entrevistas parezcan homenajes. Es un equilibrio difícil. A veces uno lanza una pregunta dura, muerto del susto, como cuando le pregunté al expresidente Gaviria por qué no se retiraba de la política. 


¿Y esa fue una entrevista difícil? 

Sí. Primero porque había que saber mucho. Segundo, porque se la pasó comiendo uvas todo el tiempo. Eso suena terrible en micrófono. Pero fue fascinante. Descubrí en él una inteligencia distinta: no respondía dentro del marco, sino que lo cambiaba. Con otros invitados ha sido difícil por otras razones: María Mercedes Cuéllar contestaba cortico. Con Andrés Caro y Andrés Mejía fue puro mamagallismo. Pero me gusta que Atemporal tenga de todo, también episodios ligeros. 


Muchas personas dicen que si el invitado lo trae Andrés Acevedo, entonces vale la pena escucharlo. ¿Cómo construyó esa confianza? 

Eso me encanta. Es uno de los objetivos de Atemporal. Yo creo que no debería ser un desfile de celebridades. Hay personas invisibles que merecen ser escuchadas porque son hipercompetentes, interesantes, valientes. Colombia tiene referentes ocultos. Mostrar eso es una manera de decirle a la gente joven: “Esto también es una posibilidad de vida”. Y en lo personal, también es una forma de devolver la fe. A veces pienso que si alguien que se fue de Colombia escucha Atemporal, debería darle ganas de volver. 


¿Y los invitados también se sorprenden? 

Sí. Luis Carlos “el Chiqui” Valenzuela, por ejemplo, después de la entrevista me dijo: “Yo pensé que esto era un proyecto universitario, no pensé que lo fuera a oír nadie. Y ahora tengo el celular reventado de mensajes”. Eso me encantó. Quiero que los invitados lleguen con esa expectativa baja. Porque esas son las mejores conversaciones: cuando nadie se está cuidando demasiado. 


¿Cómo contacta a los entrevistados? ¿Es difícil? 

Antes creíamos que si uno llevaba una carta física era más serio. Le llevamos una a Alejandro Gaviria. Nunca respondió. Hoy aprendí que lo mejor es ser directo: tres párrafos, una invitación clara, con fecha, lugar y duración. Y siempre digo que grabamos “en el estudio”. 


¿Es consciente de que se volvió un referente para muchos? 

Me doy cuenta porque ahora muchos invitados son también oyentes. Eso impresiona. Pero tengo una fórmula para no dejar que eso me suba: no soy tan bueno como la gente dice ni tan malo como yo creo. Intento restarle importancia al elogio. Quiero que el invitado llegue pensando que esto lo van a escuchar cinco personas. Porque esas son las mejores conversaciones. 


¿Qué libros quiere recomendar a la audiencia? 

Mataron a Gaitán, de Herbert Braun. Six Wise Men, sobre el establishment estadounidense. Conversación en la catedral, de Vargas Llosa. How to Lose at Everything and Still Win Big, de Scott Adams. Y Solo un poco aquí, de María Ospina Pizano. 


¿Y qué viene para Atemporal? 

Siempre digo lo mismo: más de lo mismo. Si uno se enfoca en hacer bien el oficio, no tiene que estar pendiente de cuál será el próximo gran invitado. Hay que seguir trabajando. Estoy pensando en un libro basado en las entrevistas: una historia oral de Colombia. Pero por ahora, seguir escribiendo, leyendo, entrevistando. Eso es lo que me gusta. 

 

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