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CRÓNICA

¿Y si los vendedores ambulantes tienen más por contar que por vender? 

LOS VERDADEROS DUEÑOS DE LA CALLE

Nos rodean todo el tiempo y poco sabemos de ellos. Foro Javeriano se adentra en la vida y los problemas de los trabajadores informales que se encuentran, día a día, alrededor de a la Universidad.  

Por:  Sofia García-Reyes Meyer

Estamos acostumbrados a que al momento en que nos hablen de trabajo, lo relacionemos directamente con una oficina, un escritorio y un montículo de papeles listos para ser examinados. Pero eso de generalizar, no aplica mucho en nuestra ciudad.   

 

Por cuestiones de la vida me llegó el dato de que, ni más ni menos, había un registro de 182.200 vendedores ambulantes en Bogotá, según cifras del DANE del 2018. ¿Tienen presentes de quienes hablo? Sí, son esas personas que se instalan y llenan las calles desde muy temprano, vendiendo todo tipo productos al alcance de un “¿A cuánto esto, veci?”.  

 

Sorprendida por esa cifra tan descomunal, que seguramente en este año tan “próspero” habrá aumentado, decidí ir a ver las propuestas de nuestros estimados candidatos. Para mi sorpresa, ninguno tocaba el tema, ni le daba importancia, pues ¿para qué incluirían en sus propuestas a los vendedores ambulantes, si solo 1 de cada 40 habitantes de Bogotá se dedica a eso?  

 

Siéndoles sincera, nunca me había detenido a pensar en el tema, nunca había hablado con ninguno de los vendedores (aparte de comprarles uno que otro mango biche o unos chicles) y nunca me había dado cuenta que, tan solo a lo largo de la Javeriana, había más o menos 18 puestos ambulantes. Ahí les dejo la tarea: bajen por el Giraldo a la 7ma, caminen hasta la 45 y vayan contando cuántos puestos hay. Les aseguro que reconocerán por inercia una que otra de las caras de estos vendedores que los han acompañado a lo largo de su carrera.  

 

No los culpo, realmente me ocurría lo mismo, a excepción de un caso particular… Una mañana cualquiera de primer semestre, llegando a la universidad, caí en cuenta que había una señora, ya mayor, que vendía arepas. Lo sorprendente no era solo su edad y que manejara ella sola su negocio, sino también sus arepas, pues estas estaban recién hechas, en un horno de leña plantado encima de una bicicleta. Recuerdo que quedé boquiabierta, pero al mirar a mi alrededor me di cuenta que era la única. Este sorprendente invento ahora se camuflaba entre las calles y los miles de peatones que transitaban por ahí. 

 

Después de ese día, me propuse probar esas arepas. El problema es que dejé de pasar por ahí en las mañanas y al parecer en las tardes el carrito y su dueña se esfumaban. Si los vi unas cuantas veces más, pero siempre el afán me ganaba y creo que mi inconsciente también, pues me pedía a gritos que me tomara más de un minuto he investigara un poco más. Sin embargo, los meses pasaron, al igual que los semestres, hasta que me estrellé con el dato que les contaba en un principio, y resolví ir en búsqueda de la señora y su bicicleta-horno.  

 

En un hueco entre clases, decidí pasarme el túnel para ir a probar las arepas literalmente recién hechas, pero al llegar al lugar no había rastro ni del horno ni de su dueña. Así fue como empecé a hablar con los otros vendedores ambulantes. 

 

La primera fue Nancy que me contó que su carrito de dulces, paquetes y cigarrillos llevaba 25 años plantado ahí, pero que, por el contrario, sus dueños si habían cambiado al paso de los años. Me dijo que al comienzo no era fácil salir a las calles a vender, pero que poco a poco uno se acostumbraba y lo dejaba de ver como algo molesto. Así mismo, me contó cómo los policías la mayoría del tiempo respetaban el negocio por cuestiones de temporalidad, pero cuando les daba por molestar, se llevaban su carrito por no ser de la Alcaldía de Bogotá ¿carritos ambulantes de la alcaldía? ¿No estaban prohibidas las ventas ambulantes por ocupar el espacio público? 

 

Quedé un poco confundida y decidí acercarme a hablar con Janet, que tenía uno de estos carritos, el único de esta clase después del túnel. Me dijo que llevaba ahí mismo 10 años vendiendo jugos de naranja. Así mismo, me explicó cómo después de 3 veces de que se le llevaran su carreta decidió ir a formalizar su trabajo en el IPES. Al parecer, el Instituto para la Economía Social permite que esos vendedores ambulantes se formalicen y reciban un carrito en el que pueden vender su producto, sin olvidar el pago de una mensualidad de 90 mil pesos y la publicidad de “Alcaldía de Bogotá” que debe tener el carro, la sombrilla y hasta el chaleco de cada vendedor. Janet me dijo que no le resultaba fácil el pago de este “peaje a la legalidad”, puesto que las ventas bajaban cada vez más, mientras que la competencia de los informales crecía. 

 

Subiendo un poco más, conocí a Carlos, que comenzó a vender tinto los 30 años y había logrado tener, en estos 20 años de trabajo, uno de los carritos informales más grandes de la zona. Me explicó que trabajaba en esa esquina de 7 am a 8pm, pero que igual no era suficiente para mantener a la familia y encima tener que pagar una mensualidad por el carrito de la alcaldía. También me contó de la toma del Transmilenio hace unos años y su sueño de comprarse una propiedad. Fue ahí cuando le expresé mi frustración respecto a mi búsqueda y me remitió a otro vendedor también muy especial. 

 

Siguiendo indicaciones, caminé por toda la 13 hasta llegar a la Funeraria Gaviria, que tenía en frente otro puesto de dulces y paquetes, manejado por Don Ernesto. Este maravilloso señor tiene 72 años y lleva con ese puestico unos 15, prometiendo trabajarle hasta que no pueda moverse más. Me contó que todos los días madruga, coge un Transmilenio desde el sur, llega a trabajar de 6 am a 6 pm y, al igual que todos los trabajadores ambulantes, guarda su mercancía en un parqueadero cercano. Me dijo que no era fácil, que le tocaba pedir préstamos informales y a veces pasar hambre, por lo que su mayor sueño era poder comprar un piso para que cuando él no pudiera trabajar más, su hijo no lo sintiera como una carga. Mientras charlábamos intentó regalarme un dulce, y al despedirme me dijo que cuando quisiera pasara a saludarlo y nos tomábamos un tintico.   

 

De vuelta a la Universidad, ya en la esquina para subir a la paralela del túnel, se me ocurrió parar y hablar con Mario, que lleva 20 años siendo vendedor informal en la zona. Hablamos de todo: de política, de las múltiples echadas de gas lacrimógeno por parte de la policía a lo largo de los años, de cómo los carritos de la alcaldía son muy pequeños para su mercancía y de que el Estado no había solucionado el problema a los vendedores ambulantes. También, me contó que los estudiantes iban a comprarle cubos Rubik que él mismo les enseñaba a armar.  

 

A solo centímetros de distancia estaba Germán, el vendedor más antiguo de todos, pues ya iba a cumplirse 53 años desde su primera venta, que había sido a los 5 años. Me dijo que empezó vendiendo abono de vaca, luego a jueguitos para niños, para más adelante meterse en el mundo de la ropa y crear “Fashion Bogotá”, su puesto de venta de todo tipo de prendas. Me contó cómo fue cambiando el negocio desde los años 70, 80, 90 y hasta hoy, y cómo fue acoplando su mercancía a las modas de cada época, pasando desde Macano hasta los Bee Gees. De repente caí en cuenta que el tiempo había volado y que tenía que volver a la universidad, dejando tristemente la conversación a la mitad.  

 

 Al día siguiente, en el cambio de clases, decidí terminar mi búsqueda y esta vez sí encontré a Doña Consuelo y su fantástica bicicleta-horno. Me contó que el invento había sido idea de su sobrino, que en una época muchos se le copiaban, pero que ahora las otras replicas les pertenecían solo a sus familiares. Explicó que a sus 65 años madruga a las 3, coge transporte público desde Kennedy, instala el horno desde las 5 am y para las ventas a la 1 pm para volver a su casa y desgranar el maíz del día siguiente. Mientras charlábamos, le compre una de las arepas y que fue, como esperaba, completamente espectacular. Me contó varias cosas más, pero prefiero dejarles la duda para que vayan a conocerla. 

 

De vuelta otra vez a la universidad, veía ahora caras familiares y no de solo vendedores desconocidos y sentí que caminaba en una calle completamente distinta a la que ya había recorrido miles de veces. Me puse a pensar que verdaderamente ellos se toman el espacio público por necesidad, que el Estado no se ha planteado una solución real, que lo que yo he vivido, ellos lo han trabajado en esos lugares y que la denominación “ambulantes” no aplica para ellos, pues la calle es realmente su segundo hogar. 

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