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EN EL HUECO

Decir quién eres realmente es el mejor salto que puedes dar en la vida.

Miedo, dudas y libertad:
El corto resumen de lo que es salir del closet

Crecí en una sociedad que me presionaba a ocultar mi verdadera identidad. A pesar del miedo, finalmente salí del closet con mis papás. Su amor y apoyo me dieron la fuerza para ser yo mismo, sin reservas.

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Fuente: Pexels

Por: Pepito Pérez

No es la primera vez que un artículo como este se publica de forma anónima, y hay varias razones por las que he decidido hacerlo.

En primer lugar, quiero dejar claro que me siento libre y seguro de expresar abiertamente que soy gay. No tengo miedo de ser quien soy. Sin embargo, también soy consciente de que vivo en una sociedad donde la discriminación hacia la comunidad LGBTQ+ aún existe. Ser gay puede convertirte en un blanco fácil de estigmatización, lo que puede desembocar en una serie de situaciones riesgosas de diversas maneras.

Además, si le pusiera una cara y un nombre a esta historia, se podría tergiversar su mensaje. No quiero que mi historia se convierta en un caso individual, sino que sirva como un reflejo de las experiencias de muchas personas que viven en la sombra por miedo a ser rechazadas. Mi objetivo es que las personas se sientan identificadas con esta historia y perciban que no están solas.

Al publicar este artículo de forma anónima, espero que el foco se centre en el mensaje que quiero transmitir, en lugar de en mi persona. Quiero que la gente se tome el tiempo para reflexionar sobre la realidad que viven muchas personas LGBTQ+ en el mundo, y que se animen a ser ellos mismos sin importar las circunstancias.

Soy consciente de que el anonimato puede restar credibilidad a mi historia, pero creo que es la mejor manera de protegerme a mí mismo y de asegurar que el mensaje llegue a la mayor cantidad de personas posibles.

Espero que comprendan mi decisión.

Una historia como esta no debería ser contada, principalmente porque no debería ser necesaria. Lamentablemente, vivimos en una ciudad, un departamento, un país y un mundo en el que nos vemos obligados a contar y hacer toda una parafernalia para revelar quiénes somos realmente.

Para empezar, es necesario proveer un poco de historia. Como siempre, es importante tener claros los antecedentes. Esta parte, por lo tanto, es algo biográfica.

Nací en una ciudad perdida entre las montañas colombianas, en el seno de una sociedad fría y rígida, plagada de prejuicios y estigmas hacia cualquier cosa que se desviara de la norma. Mi familia, relativamente importante dentro de esa comunidad, añadía una carga más a esta historia: el peso del "qué dirán", ese término desgastado y anacrónico que define la vida en ciudades como la mía.

Fui educado en un colegio recalcitrante dirigido por monjas, donde se proclamaba abiertamente que la atracción afectiva por el mismo sexo era un pecado y una ofensa a Dios. Un ambiente hostil y aterrador para un niño que apenas comenzaba a descubrir su identidad.

Con el paso del tiempo, y en plena entrada a la adolescencia, comencé a experimentar una serie de emociones que no comprendía del todo. Atracción por otros chicos, confusión, dudas y un miedo constante a ser descubierto. Afortunadamente, encontré un refugio en mis amigas del colegio, quienes, con su apoyo incondicional y cariño, me brindaron un espacio seguro para explorar mi identidad. Mis hermanas también fueron un pilar fundamental en este proceso, recordándome constantemente mi valor como persona y ser humano, sin importar mi orientación sexual.

Aceptarme a mí mismo no fue un camino fácil. Me costó horas de lágrimas en la soledad de mi habitación, cientos de golpes en el pecho cargados de culpa y remordimiento, pues la sociedad me había hecho creer que ser gay era un error, un pecado. Pasé interminables horas en el confesionario del colegio, buscando absolución por una "condición" que me atormentaba, lo cual se vio potenciado por alguno que otro desliz con algún muchacho del pueblo.

Sin embargo, a pesar de las dificultades y el dolor, poco a poco fui encontrando la fuerza para aceptarme tal y como era. Las palabras de apoyo de mis amigas y hermanas resonaban en mi mente, recordándome que ser gay no me convertía en una mala persona, ni me hacía menos merecedor de amor y felicidad

En este contexto, es posible adentrarnos en la historia que nos reúne hoy.

Los años pasaron y crecí, viajé, me mudé de ciudad y me desarrollé como una persona fuerte e independiente. A pesar de eso, mi secreto lo guardaba un grupo selecto de amigos y familiares, puesto que constituía la voz contraria del pueblo. Aunque me aceptaba a mí mismo, no tenía la valentía de decirles a las personas más importantes del mundo que era gay: mis padres. Ellos siempre fueron personas amorosas y me apoyaron en todas las decisiones que tomé, pero también son muy fuertes en sus creencias, sobre todo las religiosas y las del papel del hombre en la sociedad.

Luego de una larga espera y de entender que la vida era mía, tomé la decisión de salir del armario con mis padres. Elegí la tarde en la que terminaba mis exámenes finales para contarles. No podía dejar de sentir un vacío en el estómago se mezclaba con la adrenalina, y un sudor frío escurría por mi frente. Era como si me estuviera dando un tiro en los pies, pero a la vez, una fuerza interior me empujaba a seguir adelante. La duda sobre la reacción de mis papas era lo que más me aterraba. Podían reaccionar de cualquier manera: desde un "mi amor, ya lo sabíamos" hasta un "te largas de mi casa", pasando por un sinfín de reacciones intermedias. Es importante recordar que mis padres son personas fuertes, con sus propias ideas y valores, y que esta noticia podía sacudir sus cimientos.

Apenas sentí que ambos estaban en la casa, respiré hondo y me dije a mí mismo: "Es ahora o nunca". Me senté en el borde de mi cama, con las manos temblorosas y el corazón palpitando a ritmo acelerado. Saqué la fuerza que no sabía que podía llegar a tener y, con voz firme y segura, les dije: "Papá, mamá, tengo que hablar con ustedes".

En ese momento, el tiempo se congeló. La mirada expectante de mis padres se clavó en mí. Un silencio sepulcral se apoderó del cuarto, y solo se escuchaba el latido de mi corazón. Abrí la boca y comencé a hablar, con la voz entrecortada por la emoción y el miedo, mientras las palabras fluían en un torrente imparable. Les conté que toda la vida había tratado de ser el mejor en todo lo que podía, pero que ya no era capaz de seguir haciendo eso, que yo me sentía orgulloso de lo que era y todo lo que había hecho. Que por eso el siguiente gran paso en mi vida era confesarles quien era yo. Y lo dije, les dije que era gay. La tensión que sentía en mi cuerpo era tan alta que no sentía mis brazos y mis piernas. También aproveche para contarles sobre mis sentimientos, sobre las dudas y confusiones que me habían acompañado durante años, sobre la lucha interna que había vivido en silencio. Aguantando mis deseos de llorar, un nudo se formó en mi garganta y el más profundo de los miedos se apodero de mi cuerpo mientras esperaba su reacción.

La expresión en la cara de mis papás eran un mosaico de emociones. Una mezcla de ternura y preocupación, de miedo y tranquilidad. En resumen, si yo sentía frío, ellos lo sentían con mayor intensidad. Tras los minutos más largos del mundo, en uno de los silencios más profundos que he vivido, sus caras se relajaron.

Un suspiro de alivio escapó de sus labios. Me contaron que siempre habían temido que este momento llegara, pero que, al verme allí, comprendían que yo seguía siendo su hijo. Sin importar nada, siempre me amarían y me protegerían de cualquier peligro que pudiera correr. También fueron claros: si alguien, ya fuera de nuestra ciudad o del mundo entero, no me aceptaba, esa persona no sería bienvenida en nuestra casa. Debía tener presente que esa siempre sería mi casa, sin importar nada.

Empezamos a llorar, algo que no es usual entre nosotros y todo esto enmarcado por un abrazo, un gesto aún menos común, lo que lo hacía aún más significativo. En ese instante cargado de emociones, me preguntaron si tenía novio. Me reí nerviosamente y les dije que ojalá lo tuviera. Con una sonrisa cómplice, me pidieron que, en cuanto lo tuviera y quisiera presentarlo, les avisara para que se prepararan.

Espero que mi historia, aunque no sea tan dramática como otras, pero sí cargada de emociones, los inspire y les muestre que es posible salir del armario y no morir en el intento. Sí, da mucho miedo, lo sé perfectamente. El miedo a lo desconocido, al rechazo, a la discriminación, a la soledad... son un enemigo formidable que puede paralizarnos.

Sin embargo, vivir una doble vida, en la que no podemos ser nosotros mismos, es aún más aterrador. Es una existencia enmascarada, una negación constante de nuestra esencia, una traición a nuestro propio ser.

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