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QUERELLANDO

Diatriba contra los preparatorios   

EL ÚLTIMO CLAMOR DE LOS IDIOTAS 

Este es el último desquite de un final difícilmente inevitable. Letras escritas con más odio que razón, contra lo que creemos es el rastro de una época donde todo debía ser más complicado. 

Fuente: Archivo personal

Por: Alejandro Moreno y Juan José Díaz

Cinco años después, frente al pelotón de fusilamiento, Alejandro y Juan José habrían de recordar aquella mañana remota en que Álvaro Motta les enseñó a amar el derecho. 

Pero aquel lustro de amor había quedado sepultado en el pasado. Con la piel pálida, el aliento helado, las manos temblorosas y la voz quebradiza, se enfrentaban ahora a los temidos preparatorios, el perfecto arquetipo de la arbitrariedad superviviente, tan característico de una facultad de derecho como la nuestra. 

Como si llegase a ser posible, la prueba final del tortuoso proceso de grado, que está de por sí cargado de dudas, miedos y desengaños, es tratar de devorar todo un gramaje de teorías absurdas para casos deprimentes. Es la estocada final en una época en la que para nosotros resultaba seductor el dulce beso del suicidio.

 

Por fin habíamos terminado materias. Pero poco nos duró la dicha al percatarnos de que nuestro decente promedio de nada nos serviría para escapar. “Abriremos las inscripciones para los preparatorios en julio” sentenciaba un cínico mensaje que profesaría una guerra a muerte por los cupos con los profesores más fáciles. Que es, ciertamente, apenas común, puesto que nadie tiene ya la suficiente gallardía (o en su defecto, estupidez) para enfrentarse con los titanes de la Facultad, con cinco años de sometimiento a las tres. 

 

“Armemos un calendario decente, con suficiente tiempo para preparar cada examen y sin ponernos de valientes, metiendo obviamente con los fáciles”, rebuznábamos felices, sin presentir que el destino tenía otros planes, llenando los cupos que tanto anhelábamos sin tener siquiera la posibilidad de luchar. 

Y como si fuera poco, el error de un departamento desencadenó en que doce personas inscribiéramos el mismo día el preparatorio, cuando el máximo razonable para hacerlo es apenas la mitad. Pero lo resolvieron de una forma bastante ingeniosa: los doce incautos que inscribimos campantemente pensando que nos enfrentaríamos a un profesor, nos encontraremos pronto en una ruleta donde el azar definirá si presentamos el examen con quien esperábamos o con quien evitábamos. 

El arcaico e inútil —que a veces es más bello que lo útil— entorno de esos miserables exámenes, impiden que podamos por fin desligarnos de la Facultad, decirle adiós como se debe, desprendernos de una época que añoramos desde lo más profundo de nuestro corazón.

 

No, nos amarra en un infame baile de toxicidad, obligándonos a desempolvar nuestros cuadernos, algunos cuyas letras son hoy diáfanas al citar normas derogadas. Nos fuerza a la reminiscencia de una vida que ya no nos pertenece y cuyo recuerdo nos atormenta, como el amor que fue y ya no es. 

Todo ello fundado en la errónea concepción de que el buen abogado es aquél que domina con versatilidad todos los temas, que recita normas de memoria, y que tiene una solución para cada problema. Pocos, como el adorado profesor de Personas, se atreven a ponerlo a uno a pensar, a analizar, a construir un verdadero razonamiento jurídico. 

Hace poco, un lúcido microlingote publicado en las páginas de este periódico, sostenía que el proceso de grado era el procedimiento por el cual el estudiante se degrada. Nada más doloroso que comprobar esa máxima con la propia experiencia: la noción opaca de que la fecha del preparatorio se acerca; el momento de sentarse a estudiar sin saber cómo abordar tres, cinco, siete materias por las que nunca se tuvo ningún interés; las horas finales en las que el café y el Red Bull han causado estragos en el sistema nervioso, y el sueño se presenta como un pesado trance en el que todos los símbolos remiten al banquillo de acusados en el que inminentemente estaremos sentados. 

Habría que preguntarse por el sentido de todo esto. El término en sí mismo propone un punto de partida: ¿Prepararse para qué? Para la vida profesional, dirá quien se lance a lo más obvio. Estaría seguro de que el vicepresidente jurídico de un banco podría verse en serios problemas para liquidar una sociedad patrimonial; con toda probabilidad un juez civil fallaría al enunciar las fases del proceso de huelga. Lo que se aprende en los preparatorios, como todo lo que se aprende por la fuerza, se olvida al poco tiempo, porque esa información asociada al castigo se almacena en un lugar de la memoria que se evacúa continuamente.  

Pero para algo debe preparar, ¿no? Aquí va una propuesta: los preparatorios preparan para el infierno. Así, tal cual. No hay muchas más explicaciones para un requisito tan innecesario y agotador, además de insensato. O acaso si la haya, y acá va una segunda propuesta ligada a una tercera: que los preparatorios preparan para la vida profesional, pero que la vida profesional es el infierno.  

Habría que cuestionar también sus métodos. ¿Cómo es posible que el grado de una persona dependa de una pregunta específica de un universo amplísimo de temas? ¿Cómo es posible que de las doscientas páginas que pueden resumir las materias que abarcan el preparatorio de público, se pregunte algo que bien podría ser una nota al pie? ¿Quién cree que responder una pregunta enrevesada garantice que el estudiante será un buen abogado?  

Porque ese es otro de los dogmas de los preparatorios: creer que quien los aprueba merece graduarse, como si cinco años de carrera y decenas de materias a cuestas no fueran aval suficiente para dar por sentado que quien llega hasta tan lejos algo sabe de derecho y que merece su título.  

Imponer un requisito como los preparatorios encierra además una contradicción, o revela una desconfianza por la labor de los profesores. Si se partiera de que en las aulas el profesor enseña y el estudiante aprende, no habría muchas razones para defender que al final de la carrera todo ese contenido sea sometido a un nuevo e insensato examen, en el que el estudiante estará a merced de la voluntad de un profesor que puede darle la mano o empujarlo, en un combate en el que la felicidad depende apenas de una palabra, «Aprobado», y en el que apenas un error, una malinterpretación, una mala pasada de los nervios o del cansancio, pueden convertir en desdicha, «No aprobado». (A todas estas, ¿el término natural para emplear no sería «reprobado»? Claro que sí, pero como vemos, la lógica de los preparatorios pocas veces sigue lo natural.) 

Los preparatorios comprenden además una pretensión imposible para cualquier persona y para cualquier profesión: la de saberlo siempre todo. Al aprobar los siete preparatorios se satisface la ilusión de que el estudiante domina toda un área de conocimiento a un alto grado de detalle, en abierta oposición a la especialización que caracteriza el ejercicio profesional del abogado. Un profesor de comercial probablemente no aprobaría el preparatorio de penal, y el de laboral tendría graves problemas con el de público. Esto, que es natural, es lo que los preparatorios pretenden controvertir, como si para graduarse el estudiante deba comprobar tener competencias y aptitudes sobre todas las ramas del derecho, como un hombre del Renacimiento dueño de una sabiduría transversal, una sabiduría que en realidad pocos abogados tienen, ninguno necesita, y nadie —de tenerla— la obtiene en preparatorios.  

 

Una pretensión, además, completamente artificial. Porque todo estudiante bueno o malo, a la larga, termina pasando los preparatorios. Desde quien estuvo a pocas décimas de eximirse hasta quien huyó del periodo de prueba, todos los aprueban, en un solo intento o pagando sucesivamente los exámenes, pero siempre a un mismo costo: el desgaste, la presión, la angustia, la degradación.   

Pero sabrá el lector en este punto, que este texto no es más que una plegaria al aire. Los preparatorios son la consecuencia necesaria y razonable de un modelo educativo magistral, donde el profesor omnisciente y omnipotente nos transmite —como si eso fuera posible—todo su magnánimo conocimiento. 

Pero la armada invencible nos humillará, tarde o temprano. Hasta los más brillantes pierden algún preparatorio, por lo general el más alejado de sus pasiones. Uno no puede ser forzado a amar algo, mucho menos alguna parte del derecho. Así mismo, uno no destaca en algo que no ama.  Todo ello rodea el lúgubre escenario del inminente triunfo de nuestra ya reconocida estupidez. 

Quisiéramos poder hacer algo. Quisiéramos que los más jóvenes, a quienes vemos representados en nuestros compañeros del comité editorial y por quienes guardamos tanto cariño, no tuviesen que bailar al son de esta desencantada melodía. Pero hasta allá no llega el poder de dos humildes articulistas, en el ocaso de sus publicaciones en Foro. 

Pero no nos iremos sin la resistencia a los más abominable, a lo que le ha quitado el brillo de nuestras vidas en los últimos meses, al desencanto de la universidad que una vez amamos. Sólo queremos que alguien, más sensato que nosotros, encuentre en estas palabras el fin de semejante estupidez.

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