Hasta hace poco eran los colombianos quienes migraban a Venezuela, país inundado en petróleo, en busca de un mejor futuro. Hoy, el pueblo cafetero debe recordar la frase: “hoy por ti, mañana por mí”
Por: Emilio Navarro y Maria Paulina Santacruz
La campaña de Donald Trump estuvo en el ojo del huracán por sus fuertes propuestas antimigratorias y su posición frente a la población latinoamericana. Y cómo no, si el plan era construir “El Muro” que lograría aislar al país de la Coca Cola y el fútbol americano del resto del continente, “cuna de villanos y prostitutas”. FORO JAVERIANO observa con preocupación cómo en las calles colombianas se comienza a hablar un lenguaje parecido al que se escucha al norte del continente: un mensaje nocivo y peligroso, capaz de generar divisiones tan graves como las creadas por un muro de concreto.
Somos el principal receptor del éxodo venezolano. Según el Ministerio de Relaciones Exteriores, hasta julio de 2018 más de 870 mil venezolanos se encuentran radicados dentro del territorio nacional.
Aunque los números y las cifras nos ayudan a entender la situación, FORO JAVERIANO invita a sus lectores a no olvidar que detrás de toda estadística se encuentran personas. Les traemos tres historias de venezolanos que hoy se encuentran en Colombia, persiguiendo sus sueños, como lo hacemos todos a diario y buscando la mejor manera de lidiar con la adversidad que encuentran en su país de origen. Ellos son William, Luz y Andrea.
“Lo toma o lo deja, se va o se queda”. William, con 19 años, no tuvo tiempo para vacilar y solo hasta llegar a Cúcuta llamó a su familia para avisarle que había migrado. Su madre, cuenta él, fue directa: “hijo: sigue adelante”.
En Colombia, William empezó con el pie izquierdo. Las palabras que recibieron al joven tenían un mensaje claro “vete de aquí, veneco”. Sin embargo, él comprende y acepta que, lastimosamente, los pillos se filtran entre las miles de personas que vienen a buscar oportunidades, creando entre los colombianos una percepción negativa de nuestros vecinos.
"Entrando, ves a dos o tres colombianos; mientras hay 10 mil venezolanos saliendo”.
Aunque su llegada fue difícil, pues el amigo de su padre que lo recibiría se perdió del mapa, William solo tiene palabras de agradecimiento con nuestra tierra. Sorprendido, cuenta que, al vender sus “caramelitos” en los Transmilenios que transitan por Soacha, la mayoría de pasajeros le compra, lo ayuda. Sin embargo, al vender cerca de las concurridas troncales del norte de la ciudad, como la calle 127, el público es indiferente y apurado. Su explicación es simple: “la humildad”. Por otro lado, destaca el respeto que existe en la cultura colombiana.
"Nunca falta el `Señor´, `buenos días´, `por favor´ y `gracias´. En Venezuela somos más rudos”
Pese a que fue el destino el que escogió a Colombia como su punto de llegada, William logró encajar y encontrar un trabajo en un restaurante, ya que desde el principio entendió bajo qué cimientos está construido el Estado colombiano: el trabajo.
“Yo nunca había visto un país tan trabajador”
Lastimosamente, William fue despedido tiempo después por recortes de personal. Desde entonces, se dedica a vender caramelos en los medios de transporte público, lo que le permitió ahorrar lo suficiente para volver a Venezuela y traer a su novia. Satisfecho con lo que ha logrado, para William cada día es un nuevo amanecer, en el que tiene que buscar los recursos necesarios para subsistir al día siguiente. El “chamo” tiene una frase metida en la cabeza que le decía su primo y no deja de repetir.
"Algunos nacen con las puertas abiertas; otros, como nosotros, las tenemos que tumbar.”
William no tuvo tiempo para terminar la universidad y la vida lo obligó a madurar. Con todo, a los 19 años, es un hombre hecho y derecho, ejemplo de tenacidad y perseverancia, que sueña con crear un negocio y continuar luchando, pero, sobre todo, estar nuevamente con su familia.
Luz tiene 32 años, es manicurista y en Colombia diríamos que es una “verraca”. En Venezuela estudió contaduría hasta quinto semestre, pero no terminó su carrera por falta de dinero, y las protestas constantes en la universidad que le impedían estudiar.
Cuenta que llegó con su esposo a Bogotá en diciembre de 2017, a raíz de una decisión tomada tras considerar la terrible situación vivida en su país. Asegura que no conseguía alimentos, ni material para trabajar. Tiene una hija de 8 años que dejó en Venezuela a cargo de sus padres.
“Estar separada de mi hija es lo más duro que he vivido.”
Su primer trabajo fue en un salón de belleza. Sin embargo, permaneció en él solo 6 meses, debido a una mala experiencia con su jefe, quien la habría invitado a abrir un restaurante en el que Luz y su esposo invirtieron casi todo su capital, atreviéndose a soñar con la oportunidad de tener un negocio propio en Colombia. Luego, se llevó una desagradable sorpresa al ver cómo, quien les propuso el negocio, los abandonó en el primer mes, dejándolos a cargo de múltiples obligaciones pendientes. Intentaron infructuosamente continuar con el proyecto, pero finalmente decidieron venderlo por un precio muy bajo para salir de deudas.
Ante la adversidad, Luz continúa trabajando incansablemente en otra peluquería en el norte de la ciudad y, en compañía de su esposo, ahorra dinero para enviarle a su familia en Venezuela. Asegura que es muy difícil estar un país extraño, comenzar de nuevo y acostumbrarse a la gente, especialmente extrañando a su familia.
"Es terrible estar sin mi hija, algunas veces pienso en agarrar un bus, dejar todo y abrazarla”.
Narra cómo oye muchos comentarios sobre el inmigrante venezolano, que “viene a quitarle el trabajo a los demás”. Con todo, garantiza que no es así y que, para ellos, un salario mínimo representa el sostenimiento de sus familias en su tierra natal. Por eso, agradece nuestro apoyo al abrir nuestras puertas y ofrecerles oportunidades. Asimismo, nos invita ver lo bueno del venezolano, a no formarnos malas impresiones por uno o pocos que vienen a hacer daño.
"En todos los países hay una ´manzana podrida´ que afecta a muchos, pero la mayoría venimos a trabajar dignamente.”
Bogotá representa para Luz y su familia la posibilidad de comenzar nuevamente, hasta conseguir una estabilidad económica que le permita reunir a su familia, dándole la oportunidad a su hija de estudiar y perseguir sus sueños.
Ella es Andrea. La caracterizan su pilera, infinita sonrisa y constante buena energía. Tiene 22 años y llegó a Colombia desde Margarita a estudiar lo que siempre soñó: derecho. Sin haber pisado nuestra tierra, ni conocer a nadie, se mudó a Bogotá en julio de 2014 con un par de maletas llenas de esperanza y toda una vida por delante.
Decidió estudiar en la Universidad Javeriana. Nos cuenta que ha cursado su carrera feliz, se ha rodeado de amigos, en incluso se enamoró.
Sobre Colombia, le asombra la calidez de su gente, incluso de los rolos, por quienes se ha sentido acogida desde el primer momento. Asegura que se siente como “en casa” y, aunque extraña su familia, sus amigos y sus costumbres, agradece a los colombianos por facilitar el proceso de migración y adaptación.
“Yo nunca me he sentido ´la extranjera´, y eso es por la gente, por su calidez, por su amabilidad, por la compresión de la situación que estamos pasando nosotros como venezolanos. Por eso, me siento profundamente agradecida.”
Andrea se siente parte de Colombia y se emociona cuando juega la selección. En el futuro se imagina viviendo en Bogotá, donde quiere ejercer su carrera; y, aunque ama Venezuela, cree que su destino está en Colombia.
Opina que su generación tiene el deber de reconstruir su país y una manera de hacerlo es dejando el nombre de Venezuela en alto donde quiera que vaya e involucrándose con su comunidad, aún estando lejos. Con esa idea en mente, Andrea y su familia crearon la Fundación del Batido Solidario en la Isla de Margarita. El “batido” es un alimento altamente nutritivo que regalan a los niños carentes de una alimentación adecuada, como consecuencia de la crisis económica y social que vive el país vecino. A través de su fundación, Andrea tiene la fortuna de tenderle la mano a más de 300 niños.
Para ella, el legado más grave del chavismo es la ruptura social, especialmente la indiferencia del que tiene y el rencor del que no tiene. Es por eso que, a través de su fundación, Andrea aporta a la reconciliación y reconstrucción del tejido social que se ha roto. Cree que la reconciliación será un elemento clave y resalta la importancia de dejar el rencor, la sed de venganza y las miradas despectivas.
“Uno diría que en momentos de crisis la gente se une más pero actualmente en Venezuela pasa lo contrario.”
Si bien no piensa regresar de manera permanente a Margarita, Andrea asegura que nunca se desvinculará de su país y quiere formar parte de una generación que represente relevo y cambio.