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OPINIÓN

La tragedia en los cerros capitalinos

Por: Valeria Reyes Otálora

Bogotá, o la “la nevera” como muchos colombianos suelen llamar a la capital colombiana, es una ciudad ubicada entre las montañas que se caracteriza por su arrollador y controversial clima frío y en ocasiones excesivamente lluvioso. En las últimas semanas del mes de enero, Colombia fue escenario de múltiples emergencias medioambientales y la capital no se quedó atrás. Los severos incendios forestales generados por el fenómeno del niño, el cambio climático, la negligencia ciudadana y ciertos errores de política pública referente a la protección y conservación de los ecosistemas ocuparon los titulares nacionales. 

  

Con el objeto de comprender la causa de las tragedias ambientales que sufre la capital de la República, es necesario remontarnos al año 1520, fecha de la primera destrucción del bosque nativo bogotano a causa de las dinámicas extractivistas de leña y materiales de construcción. Ya en 1855, en medio de una terrible crisis ambiental ocasionada por deforestación de los cerros y montañas de la capital, el gobierno de turno decide implementar una política para la reforestación y restauración del entorno. No obstante, y a pesar de las buenas intenciones que se tenían para recuperar el bosque, se cometió el grave error de introducir especies “exóticas” para el altiplano cundiboyacense: pinos y eucaliptos. Estas especies foráneas, que hoy en día sentimos propias, desencadenaron un sinfín de problemáticas cuyas principales víctimas fueron la fauna y flora autóctona de la región.   

  

Al relacionar la siembra masiva de especies foráneas con los graves incendios forestales del presente año, es legítimo preguntarse si estas afectaciones se hubieran podido evitar. Mi conclusión es que sí, sin duda que sí. Lo anterior porque, al ser los pinos y eucaliptos autóctonos del norte del continente americano, manejan dinámicas ambientales muy distintas a las del trópico, especialmente por las estaciones que son tan típicas en los países del norte global. Estos cambios en las condiciones climáticas contribuyen a la regulación en la reproducción de sus especies. La presencia de estas plantas, que podemos catalogar como invasoras, provoca una reducción significativa de la biodiversidad colombiana: acidifican los suelos y disminuyen las reservas de aguas subterráneas. En términos generales, hay una latente y constante amenaza a la fauna y flora nacional, la cual se ha visto desplazada permanentemente de los cerros que rodean la capital.  

 

Por otro lado, es importante mencionar que los pinos son altamente inflamables, lo que a priori nos permite deducir que, si las circunstancias hubieran sido distintas, es decir, si no se hubiera plantado dichos árboles exóticos, la historia probablemente hubiese sido diferente. Esto en la medida de que el equilibrio natural del ecosistema habría ayudado a evitar la incineración de miles de hectáreas de zonas verdes, la contaminación del aire y la muerte de animales.  

  

Finalmente, y a modo de reflexión, si bien hay que reconocer que en la teoría se han hecho nobles esfuerzos por parte de las Corporaciones Autónomas Regionales y el Ministerio de Ambiente para atender y enfrentar las crisis ambientales por las que atraviesa Colombia, lo cierto es que el cambio climático es una realidad y la degradación ambiental es un hecho. Hay un panorama bastante desolador y cada día que transcurre es más complicado retrotraer los desaciertos de la humanidad. Para el caso bogotano, la trágica situación nos demostró lo frágiles y a la vez lo perjudiciales que podemos llegar a ser, pues tan solo bastaba con asomarnos a la ventana para observar como una implacable llama de fuego, producto de las alteraciones en el clima y la imprudencia social, consumía a grandes velocidades aquellas montañas y cerros que siempre nos acompañan pero que desafortunadamente olvidamos cuidar como residentes de esta hermosa ciudad.    

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