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OPINIÓN

El problema del Congreso

Por: Julián Arroyo 

A diferencia de muchos países latinoamericanos, en Colombia, el Congreso ha resistido sucumbir a la influencia del presidente. Pero ¿qué tan real es esta división de poderes? Afirmar que la democracia colombiana es saludable sólo por la ausencia de golpes de estado por presidentes autoritarios, ignora las fallas en el diseño institucional que han conllevado abusos de poder y falta de representación real.  

Uno de los problemas principales es la elección de funcionarios de los entes de control y las altas cortes. Los magistrados de la Corte Constitucional, cuya tarea es controlar la constitucionalidad de las leyes, son elegidos por el Senado. La cabeza de la Contraloría es elegida por mayorías del Congreso. Igualmente, relevante es la Procuraduría, que es dirigida por quien elija el Senado. Estas situaciones ejemplifican la influencia que tiene el Congreso, no sólo en el poder legislativo que conforma, sino sobre la función de control fiscal y disciplinario y la rama judicial. Cabe preguntarse entonces: si su deber es hacer las leyes, ¿por qué se le confía tanta autoridad sobre las entidades encargadas de hacerlas cumplir? 

Dejando a un lado lo anterior, la prerrogativa más polémica de esta Corporación es la de reformar la Constitución a su antojo (con la limitación de que no puede sustituirla por una nueva). El hecho de que la norma fundamental que gobierna el ordenamiento jurídico sea susceptible de modificación por un poder subordinado permite que los intereses políticos la contaminen. ¿Y cómo se manifiesta este problema en la realidad? El intento de permitir la segunda reelección mediante ley de convocatoria a referendo constitucional sumió al país en un riesgo de una erosión democrática irreversible. Si no hubiera sido, irónicamente, por los magistrados de la Corte Constitucional que el mismo Senado eligió, que encontraron irregularidades en el proceso de votación de la reforma, esta habría pasado, y aunque en el momento tenía gran apoyo popular, la situación actual del país demuestra que habría sido un error. Lo anterior sin tomar en cuenta que hasta el día de hoy aún no se ha esclarecido si hubo tráfico de influencias y corrupción para influir en la votación de la susodicha reforma.  

Juntando todos los poderes que el Congreso acapara, es claro que el presidente, para poder gobernar, debe contar con mayorías y la aquiescencia y apoyo del órgano colegiado; pues si ambos poderes estuvieran controlados por corrientes políticas contradictorias y enfrentados, no tendrían más opción que transar para influenciarse el uno al otro, o sumirse en una crisis institucional de legitimidad. Esta relación mutuamente dependiente contradice el principio de separación, que implica que las ramas deben ser independientes y autónomas de las otras. Aunque esta norma es de las más importantes del sistema político colombiano, en la práctica no se cumple, y es tan aparente que los mismos presidentes y senadores reconocen el intercambio de favores, por no decir más, que ocurren para permitir la gobernabilidad en el país.  

 

Estos vicios se reflejan en la baja aprobación y participación en las elecciones de sus integrantes de las que goza el Congreso. No obstante, sigue siendo fundamental para el Estado Colombiano, a pesar de que sus integrantes se han visto envueltos en escándalos de corrupción, parapolítica y por sus excesivos sueldos. Por ende, en el corto plazo es impensable derogarlo; pero si necesita una reforma, la cual solo se materializará a través de una movilización popular y un consenso de todos los colombianos, porque tal y como se maneja el poder, los únicos capaces de resolver los problemas, aparte del poder constituyente, son los mismos congresistas; y es claro que los honorables representantes no se sentarán por iniciativa propia a cambiar los procesos de los que tanto se benefician y derivan su poder.  

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