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OPINIÓN

Bogotá necesita alejarse de la combustión

DÍA SIN CARRO 

Ruta crítica hacia la sostenibilidad urbana

Por: Santiago Roa 

Proteger el ambiente y el espacio público de una ciudad (y del mundo entero) es una de las tareas más importantes para cualquiera persona que ame el humanismo y la civilización. Pero también para quien haya sentido alguna vez el hedor de una calle sucia, la dificultad al respirar en una avenida de vehículos concurrida, el desorden de los desechos o la oscuridad de las aguas que circulan por los canales de su ciudad. Y es que pretender vivir en una una ciudad limpia y en un ambiente sano no es un deseo idealista o un anhelo descomunal de unos cuantos. Es, por decir lo menos, un sentimiento natural.  

 

Aunque es cierto que la conservación de un buen ambiente es responsabilidad de todos los habitantes de un lugar, es claro que de la formulación y estructuración de las políticas públicas de las administraciones locales depende buena parte del éxito o fracaso del camino hacia un mejor entorno. Los sistemas de alcantarillado, los tratamiento de las aguas residuales, los procesos de medición de la calidad del aire, las políticas de movilidad, la recolección de las basuras, la arborización del espacio público, el bienestar en general. Pero estas políticas, que buscan generar la calidad de la vida, conllevan muchas veces el descontento de la comunidad.  

 

Bogotá, a pesar de los esfuerzos, se mantiene en un contexto que no es ajeno al descuido y contaminación del espacio público. Su gente está acostumbrada a vivir en una ciudad lúgubre, inundada de concreto y diseñada para las máquinas. Es una comunidad que se escandaliza ante la más mínima reducción que se haga del espacio para los vehículos. Que prefiere un puente urbano sobre una cebra peatonal, pues le ofende pensar en un automotor que debe detener su paso ante un peatón (o cualquiera otra cosa).  

 

Cada año, los bogotanos tienen oportunidad de recordar su adicción a la combustión y hacen las mismas largas disertaciones sobre su legítimo derecho a la libre combustión. Por lustros, el llamado “Día sin carro y sin moto” ha sido una de una de las políticas públicas que más ha dado de qué hablar.  En efecto, desde diciembre del 2000, con el decreto 1098, la Alcaldía de Bogotá hizo efectiva la consulta popular que se realizó en octubre de ese mismo año he implementó el ‘Día Sin Carro a partir del 2001’. Desde entonces, esta jornada ha sucedido una vez al año, suspendiéndose solo en 2020 por razones que hoy en día no hace falta reiterar.  

 

El objetivo de esta política es impulsar la movilidad en lo público y los medios de transporte distintos al vehículo particular. Fomentar el uso de bicicleta, estimular el ejercicio, mejorar la salud, dignificar al peatón. Además de mitigar los impactos de la combustión y la polución del aire que se respira. Y aunque no es posible desconocer que, desde una óptica importante, está medida puede llegar a ser una medida excluyente, que exige estándares muy puntuales de edad, salud y condición física, es un intento plausible hacia las mejores prácticas y la sostenibilidad.  

 

Es tarea de la administración y la ciudadanía encontrar fórmulas que mejoren la medida. Hay soluciones, ya en la renovación del parque automotor para que quienes no pueden hacer uso de su cuerpo se movilicen a través de energías limpias, ya en la difusión de sistemas de bicicletas públicas tanto mecánicas como asistidas, bien en el continuo mejoramiento del transporte público. Pero en medio del desastre ecológico que vivimos, pretender eliminar una medida como el “Día sin carro”, además de ingenuo, es anacrónico.  

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