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CRÓNICA

¿Y si las trabajadoras sexuales tuvieran más para dar que unos minutos de placer? 

EL SEXO LAS VENDE

Foro Javeriano se adentra en Santa Fe, el barrio donde el cuerpo es el medio trabajo y la lujuria el motor para exponer la realidad que se vive, a través de los ojos de sus visitantes y de sus propias trabajadoras.  

Por:  Sofia García-Reyes Meyer

Posiblemente estén leyendo este artículo porque la palabra “sexo” en el título llamó su atención, o por que su inconsciente amarillista se manifestó, da igual, lo importante es que lo estén haciendo. Sí, escribiré sobre sexo, pero más que todo sobre esas mujeres que se dedican diariamente a proveer tal servicio. Es hora de que los hombres “puteros” no sean los únicos que sepan la realidad que se vive en la zona de tolerancia de Bogotá.  

 

Echando cabeza, todo se retoma al día que, para escribir otro artículo, hice un tour nocturno por el Bronx. En el recorrido pasamos a través del barrio Santa Fe y me marcó particularmente este lugar, no sólo por el hecho que estuvieran haciendo unos 2 - 3 grados y las mujeres estuvieran prácticamente desnudas en las calles, sino por el ambiente tan abrumador e infeliz que uno siente apenas pone un pie en la zona. Fueron unos pocos minutos los que estuve ahí, pero muchas las horas en las que me dediqué, sin frutos, a entender las dinámicas del lugar. Esas calles que muchos consideraban el cielo, yo las había visto como un completo infierno.  

 

Antes de crearme más prejuicios, decidí leer un poco del tema y entender más a esos trabajadores sexuales, que entregan múltiples veces al día su cuerpo a completos extraños. Me encontré con sorprendentes datos, como que, en Colombia, el 96,5% de la prostitución es de mujeres, de las cuales 15% son menores de edad. Así mismo, que el 92,4% se dedica a eso, no porque quiere, sino por su situación económica y que el 14% ha sido maltratado tanto física como sexualmente por algún cliente1. 

 

Impresionada después de leer eso, decidí volver a esas calles, para esta vez sí internarme en la realidad que se vive día a día allá y poder hablar directamente con una trabajadora sexual. Salí de la Universidad de los Andes y solo necesité unos cuantos minutos para llegar, pidiendo una que otra indicación. Un señor me advirtió que tuviera cuidado, “¿Por qué? ¿Atracan mucho? No tengo nada” le dije, a lo que él me contestó “¿No? Por eso, si tienes o no tienes, igual te atracan”. Así que llegué un poco alerta, al estar esta vez sin el grupo del tour.  

 

Increíblemente mi memoria no falló, pues reconocí una que otra calle y algunos prostíbulos. Para entrarlos en contexto, el barrio Santa Fe, en cuanto a la zona de tolerancia, es realmente unas 4 - 5 calles, que se encuentran internamente estratificadas. Van desde un estatus menor a uno mayor, correspondiente al precio del servicio que se ofrece. Entendiéndose, de la forma más horrible posible, que dependiendo de la clase de mujer que sea, se encontrará en una mejor o peor zona. Sin olvidar mencionar que los travestis y los transexuales tienen su lugar en las calles, pero están en la última posición.  

 

La famosa “Piscina” es uno de esos puteaderos/stripteaderos que se encuentran en la primera posición. Este, puntualmente, es reconocido en todo el país, no sólo por el hecho de que sí tenga adentro una piscina real, sino más que todo, por ser el prostíbulo de la high class de la ciudad. El precio hace alusión al filtro que hay que pagar para entrar y también a la completa discrecionalidad y privacidad que se tiene. Esto me hizo pensar que las posibles vulneraciones de derechos que se dan regularmente en este ámbito quedan completamente encubiertas, por el simple hecho de tener billetico a la mano.  

 

Sin embargo, esas camionetas blindadas, que llegan frecuentemente a Santa Fe también van a otro tipo de bares. En cuanto precio/calidad, según dicen allá, hay bares bastante buenos, pues, con sólo los 5 mil pesos de una cerveza, puedes aprovechar un show en vivo de lo más ilustrado, y pagando la botella, el servicio completo. Yendo a una calle todavía más abajo, pagando tan sólo unos 3 mil puede uno hasta ver sexo en vivo.  

 

Después de asimilar todo lo anterior, se me cambió la mentalidad abierta con la que había llegado, por una de completa preocupación. Entendía que estas mujeres no eran obligadas a hacer tales cosas, pero como los datos lo reflejan, ellas, en el fondo, no lo querían y era más que todo por una cuestión de dinero. Estaban dando su completa intimidad a múltiples hombres que las observaban y tocaban, a cambio de unas cervezas. Era sumamente impactante ver como una jovencita vestida común y corriente, que fácilmente uno se puede cruzar en la calle, entrara por la puerta de atrás y, en tan solo minutos, prácticamente cambiara de piel. 

 

Decidí seguir caminando rodeada de esos prostíbulos y stripteaderos con toda clase de nombres eróticos, hasta encontrar una trabajadora sexual que estuviera abierta a contarme sobre ella. Ahí fue cuando conocí a Krystel, parada en el portón de uno de los prostíbulos. En un comienzo reaccionó muy evasiva, pero luego de explicarle que la razón de la entrevista era para mostrar la realidad de su trabajo, se relajó un poco más.  

 

Krystel es una mujer de 26 años, venezolana, que lleva unos dos años trabajando en el barrio Santa Fe. Finalizó su bachillerato en Venezuela y comenzó a estudiar ingeniería de petróleos, la carrera ideal de su país, pero la plata no le daba y le tocó dejarla. Al poco tiempo, no le quedó más remedio de venirse a Bogotá a ganarse la vida, pues ni si quiera le alcanzaba trabajando como trabajadora sexual allá.  

 

Actualmente, lleva años en ese mundo de la prostitución, pero siempre, como ella lo denomina, “teniendo dos vidas”, pues dice que ella es una ahí y otra en su casa con su familia. Sí, Krystel no solo tiene una pareja hace casi 2 años, sino también tiene una hija de 7 añitos, que tuvo a los 18. Fue ahí cuando le pregunté cómo era la relación con su compañero permanente. Me comentó que Jaime, también venezolano, no estaba muy de acuerdo con la forma en que ella ganaba dinero, que se molestaba, pero que no tenía más remedio que aguantarse. Así mismo, me dijo respecto a su hija que “La otra vez le intenté decir qué hago y se puso triste, que ella no quiere, que no me quiere ver trabajado así, que, si yo lo hacía, ella no me quería. Yo le dije que con eso le compraba las cosas, y me dijo que prefería que no le comprara nada”.  

 

Después de ver un poco de tristeza en sus ojos, decidí cambiarle el tema y preguntarle más puntual como fue que llegó a ese mundo y como era su trabajo. Me contó que empezó a trabajar por el dinero y también por su expareja, “me cansé de la pareja que tenía, después del papá de mi hija, porque me llamaba una puta, una perra. Ahora sí voy a ser puta, ahora sí voy a ser una perra” y así fue como comenzó todo. Lleva unos 5 años en el trabajo, y por más que pare por un tiempo, siempre termina volviendo, no porque realmente le guste, sino como ella dice, “sí, trabajaría en otra cosa, pero llega un momento en el que uno está acostumbrado a ganar cierta cantidad de plata que deja de alcanzar”. Krystel me contó que su horario es flexible, de 9 de la mañana a 8 de la noche, pero que, a veces, se queda más tiempo los lunes, viernes y sábados, al ser los días más movidos. Trabaja en 2 puteaderos y, normalmente, tiene una tarifa de 35.000 pesos, 15 minutos, en los que atiende a todo tipo de personas. Lo único que no les deja hacer es que le dieran besos Le pregunté cuántos clientes había atendido ese día y me dijo que unos trece hombres y que siempre tenía que estar dispuesta, “uno tiene que tener una sonrisa todo el día, así ande de mal humor”. 

 

Intentado entenderla más, le pregunté cómo se pudo acostumbrar a su trabajo. Me dijo que, con 21 años, una amiga le explicó cómo tenía que hacer las cosas, y que con su primer cliente fue difícil, “cuando pasó, me puse a llorar y llorar. Así me pasó varias veces hasta que dejé de llorar”. Me contó que fue víctima de abuso sexual, no prestando el servicio, sino un señor que se metió en una tienda en la que ella trabajó un tiempo. También me dijo que igualmente podía ser peligroso ser prostituta, pues justamente hace una semana un cliente la intento matar, ahorcándola, “yo solo le decía a Dios que no me quería morir”, pero por suerte logró escaparse.  

 

Nuestra conversación seguía desarrollándose, hasta que se asomó una señora mayor del prostíbulo, que inmediatamente silenció a Krystel. Sentí que la estaba metiendo en problemas y, con su mirada, noté que era hora de irme de ahí. De vuelta, no podía parar de pensar en que realmente todo era cuestión de plata y falta de oportunidades, que cualquiera de nosotras en esas circunstancias de vida podría terminar haciéndolo, que el Estado debería protegerlas más y que ese servicio que toman los hombres por unos 15 minutos, carga con la vida y dignidad de una mujer.

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